lunes, 27 de febrero de 2017

jueves, 23 de febrero de 2017

Espacio negativo


En fotografía, se refiere a un elemento más de la composición, aquello que queda entre el marco y el espacio positivo (o sea, el objeto o sujeto que protagoniza la imagen). Es un espacio sin rellenar, que está vacío, sin información relevante para la foto (aparentemente).

Y yo elegí ilustrar el concepto con esta foto capturada hace alrededor de dos años y medio en el Mar de Cortés:



También podría llamarse A U S E N C I A.

miércoles, 22 de febrero de 2017

Medio día de martes


Hace varios meses, desde el accidente futbolero de mi hijo, que no iba a Tepoztlán. Hoy tuve cita allá con una dentista especializada en posturología (rara avis, sin duda) y me lancé después de las clases. De ida, iba de bastante mal humor, con prisa y preocupada por no llegar a tiempo. Fijándome en la ausencia de línea amarilla en la carretera. Enojándome con los conductores imprudentes. Y maldiciendo al camión materialista que se me plantó justo enfrente al entrar al pueblo.

Pero de vuelta, después de una larga y productiva consulta donde lo último que me revisaron fueron los dientes, tomé el camino con mucha más calma. Y entonces lo disfruté. Además, como iba sola conduciendo, no podía ponerme a sacar fotos. Esto me permitió relacionarme con el paisaje de otra manera. Al no poderlo capturar con mi cámara, no me quedó más que verlo pasar y soltarlo.

Así paseé mi vista por las plantas secas (estamos por empezar la temporada más caliente y menos húmeda del año). Y descubrí una gama enorme de amarillos, cafés, pajas, para los cuales no me alcanzan las palabras. De pronto, unas plantas muy verdes y muy altas, coronadas por unos racimos de flores amarillo brillante, como si tuvieran agua. Aquí y allá, aún quedaba algún cazahuate con una o dos flores blanquísimas.

Y de pronto descubrí también que las jacarandas han empezando a florear. Tímidamente. Como con pocas ganas. No se han desecho aún de todas sus hojas, como si esperaran algo o algo se les hubiera pasado. Al llegar a Ahuatepec, el tráfico se hizo más urbano y más lento.

Entonces logré robarme una florecida al borde de la calle.




Todavía nos quedan algunos días de febrero y todo marzo para que acaben de animarse a llenar de manchones morados el paisaje.



viernes, 17 de febrero de 2017

Invitado: Khenpo Tsultrim Gyamtso Rinpoché


Alerta total
Si te has estado sintiendo bajoneado, pesado o deprimido, levanta tu mente, aviva la confianza en ti mismo, enciende un estado mental intensificado y pon tu atención en alerta total.


















Compuesto por KTGR en Rocky Mountain Dharma Center, en el verano de 1991.
Traducido al inglés (original, aquí) por Jim Scott.
Traducción al español e imagen, mías.

martes, 14 de febrero de 2017

2 chocolates


Hace 31 años, si no me fallan las cuentas, o sea, el 14 de febrero de 1986 celebré (creo que por primera vez) el famoso San Valentín. Sí andaba con mi primer novio, o el primero con el que las cosas llegaron a más. Recién me había ido de casa de mis padres y vivía con una amiga que me había prestado una habitación. El susodicho, un hindú algunos años mayor que yo y varios centímetros menor, había regresado a la ciudad después de una estancia en Cancún y habíamos "formalizado" la relación.

Recuerdo que yo venía del trabajo, era maestra de inglés en el Centro de Lenguas de la UNAM, y se me ocurrió comprarle un Hershey's. Temía ser cursi, pero igual me arriesgué. Quedamos en encontrarnos en casa de mi amiga. Creo que yo llegué primero. Creo que al mismo tiempo extendimos la mano para ofrecernos el regalo del día del amor. El de él también era un Hershey's. Como de una tercera parte del tamaño del que yo había elegido.

Ya no celebramos otro San Valentín.


Y aquí la rosa que hoy me regaló una de mis alumnas de secundaria
para celebrar la amistad.


lunes, 13 de febrero de 2017

3


Ayer mi hijo se fue de casa por tercera vez. Y por tercera vez se me rompió el corazón. (Y las que faltan... si de esto nomás se trata la vida, de que se rompa y crezca el corazón.)

Y sé que es para bien. De él. Mío. De nuestra relación. Sé que es sano. Sé todo eso. Y me alegro. Y me duele.

Y sé que el dolor es pasajero, que es parte de la vida. Y que la vida sigue. Luminosa y oscura. Oscura y luminosa.

Y sé que son mis heridas viejas. Abandonos viejos, que nada tienen que ver con él. Pero igual se disparan. Y de nueva cuenta, los veo, los reconozco, los trabajo y los vuelvo a soltar.

La primera vez se fue a vivir a la Ciudad de México y así fue la despedida. No duró mucho. Volvió a casa después de un par de meses. La segunda se fue a Europa y fue tan fuerte que ni despedida escribí. Esta separación duró 10 meses. Eso sí, cuando regresó, fue una fiesta. Y ahora vino la tercera, más inesperada que las anteriores. Quizá más definitiva. Esta vez, me da a mí, también, la oportunidad de irme. De seguir mis propios sueños.

Y al vivir esta tercera vez, me acordé de cuando yo misma me fui de casa de mis padres, un poco más grande de lo que él es ahora. Yo me fui dos veces. En ambas me corrieron a la voz de "Eres una puta". Después de la primera, volví cuando me aseguraron que las cosas cambiarían. Que ya era una adulta. Que si avisaba dónde estaba no habría problema. Cuando avisé, como habíamos quedado, y me colgaron el mismo apelativo, me fui definitivamente. Volví solo como visita, intentando cerrar algunas cosas que habían quedado abierta. Quizá uno no acabe de irse por completo. Quizá siempre queden pendientes por cerrar. Pero igual la vida sigue y uno con ella.

Así son los procesos. A veces llevan tiempo. A veces llevan varios intentos.

Mis mejores deseos para ti, changuito, en este intento. Yo también intentaré seguir cerrando mis propios pendientes.

Cuenta conmigo siempre. Donde quiera que estemos. Como quiera que estemos.




Aquí nuestras sombras vespertinas, la tarde de la despedida, antes de una rápida ida al súper.


domingo, 12 de febrero de 2017

transparencia

o escabulléndome continued 2

Ya en otras dos ocasiones (aquí y acá) había empezado a compartir reflexiones, propias y ajenas, sobre el proceso de escritura, en particular el de escritura de mi novela. Hoy por hoy va avanzando a buen ritmo, me parece. A veces más fluido, a veces menos. Como la vida.

Y sigo comprobando, con cada paso, cómo el camino de escribir no está separado del de vivir. (Así como el de vivir no está separado del de meditar.) Claro, si estamos dispuestos a prestar atención a lo que hacemos, a cómo lo hacemos, a lo que nos gusta de nosotros mismos en el proceso de hacerlo y a lo que no nos gusta.

Yo, por fortuna, cuento con la compañía constante y comprometida de Isa, mi profe y editora, que puede ver a través de mis escritos con una claridad impresionante. Entonces me señala los patrones habituales en que caigo (no solo en la escritura sino en la vida) a través de lo que escribo. (¡Fascinante!)

Y así he descubierto cómo soy transparente. Cómo me dejo ver a través de las palabras que elijo y las que no, de lo que cuento y de lo que me reservo, de la prisa con que me escabullo de lo que estoy contando, para dejar de sentir que me quemo. (Porque así sucede, aún me quemo al contar la historia.)

Ahora ya he aprendido a manejar mucho mejor las escenas (con sus coordenadas de tiempo, lugar y acción). Y lo que toca es quedarme en ellas, recrearlas más, profundizar, pringarme, aunque a veces siga teniendo ganas de salir corriendo.

El señalamiento más importante que me hacía Isa a propósito de la primera versión del capítulo 8 es cómo, al utilizar las perspectivas de los dos personajes (él y ella, Fernando y Andrea), en lugar de mantenerme solo en la de él, el protagonista, me estoy evadiendo también, de otra manera. En sus palabras:

No sé si puede ser que cambiar a la perspectiva de Andrea a ti te sirva para evadirte de la tensión de permanecer en el punto de vista de Fernando. Da la impresión de que a veces te «escurres» hacia los ojos de Andrea, de que te fuese más fácil ponerte en ese lugar y que permanecer en el otro te enfrentase a cosas que no quieres ver, y también te llevase a hacer reaccionar al personaje en algún sentido que prefieres reprimir.

Ufff. Pillada por completo.

Y continúa así Isa dando en el clavo con esa precisión tan suya:

O sea, ¿no pueden quedar aquí algunos restos de tu dificultad para empatizar con Fernando? Esto que te digo ya no tiene tanto que ver con mis percepciones como lectora, como con lo que sé sobre el proceso de construcción de la novela a partir de algo real. Simplemente es una mera hipótesis que te invito a contemplar, por si coincide con tus propias impresiones. Si fuera así, ahí estaría la clave de por qué no funcionan bien las dos perspectivas mezcladas; no sería porque no puedan funcionar bien, sino porque una de ellas la uses para evadirte de la otra.

Y que si coincide con mis propias impresiones. Al 100%, ahora que lo veo yo también con claridad. Y contemplar y ver son el mejor aliciente para seguir escribiendo y descubriéndome. Gracias, Isa, muchas gracias.


Y para cerrar me traigo una imagen de transparencia y calcetines de un aparador que se me cruzó en Madrid en diciembre pasado de camino a la presentación de Incómodos, junto con la aspiración de poder seguir viendo con claridad:


martes, 7 de febrero de 2017

Volver


Y no necesariamente con la frente marchita, es encontrarse con pedazos de uno mismo que se quedaron de alguna manera guardados en otros espacios, acunando otros tiempos. Así me pasó hace poco más de una semana cuando mi amiga Ángela me invitó a comer a casa de su mamá un domingo, después de haberme ofrecido "mi" habitación de siempre en su propio departamento durante un par de noches.


Fue llegar a la casa de Maruchi, en la vieja y querida Del Valle, y venírseme encima una multitud de recuerdos, así como la oportunidad de compartirlos con la mamá de mi amiga. "Ya sabía yo que si te quedabas con mi mamá no pararían de hablar", me dijo Ángela mientras ella ayudaba a su sobrina con la tarea. 


Luego llegó el sobrino, casi de la edad de mi hijo, y nos sentamos a comer en el antecomedor de toda la vida, con puerta al jardín, donde Maruchi les tira migas a los pájaros que entonces se acercan a comer. 


Y sí han pasado más de 40 años desde que en casa nos reuníamos a hacer tareas de la escuela, como modelado en barro o monteas e isométricas (que hoy no tengo ni idea qué son) que nos llevaron incluso a la casa de los yayos de Ángela, un departamento sobre el Parque Hundido. (También acabamos yendo allí de visita después de la paella del domingo.) Y fue en el cuarto de Ángela en esa misma casa donde usé por primera vez una computadora, para pasar en limpio mi tesis de licenciatura, siguiendo las instrucciones que mi amiga me dejaba por escrito, desde cómo encender la dichosa máquina hasta cómo perderle el miedo.  


Y nos acordamos cómo cuando teníamos dudas sobre la ortografía de una palabra (si se escribía con "s" o con "c"), le pedíamos a Maruchi que la pronunciara (ceceando, claro) y así se nos despejaban. O cómo siempre había queso Philadelphia a la hora de la comida. O la manera en que nos apoderábamos de la mesa del comedor cuando nos tocaba hacer algún trabajo en equipo. O la primera vez que hicimos una tortilla de papa, siguiendo las instrucciones ancestrales.


Así que volver es mucho más que regresar. Es reencontrar viejos cariños y constatar que siguen vigentes. Es hallar un sentido de continuidad, por efímero que sea, en la propia vida, donde los trozos que creíamos perdidos, o habíamos olvidado, encuentran su lugar de nueva cuenta en el, también transitorio, rompecabezas de nuestra existencia.

domingo, 5 de febrero de 2017

s:i:l:e:n:c:i:o:


Cuando estoy en transición, o cuando la transición es tan evidente que me doy cuenta que estoy en ese hueco entre lo que dejó de ser y lo que apenas va a ser, no me dan ganas de hablar. Me dan ganas de quedarme callada. En silencio. Y qué contradictoria resulta, entonces, mi necesidad de ponerle palabras a lo que me pasa... Así son las cosas. A veces.

Y estos días ando en transición. Pero el silencio que necesito no es hacia dentro (el diálogo conmigo misma me ayuda a entenderme o, si no, me acompaña sin tener que dar explicaciones). El silencio que necesito es de afuera. O sea, no me dan ganas de entablar conversación con nadie, ni aun con las amigas que se preocupan por mí y están al pendiente. Lo sé. Lo siento. Y lo lamento. Así son las cosas. A veces.

Mi hijo está por irse de casa por segunda vez. Y sí, sé que es lo mejor, para él y para mí y para nuestra relación. Sé que sobreviviré e incluso lo disfrutaré. (Ya lo hice antes.) Pero igual duele. Un poco. Se reavivan esas historias viejas de abandonos. Mías y solo mías. Y ya duelen menos, pero todavía un pelín. Así son las cosas. A veces.

Y en la escuela donde trabajo, me redujeron las horas de clase a la mitad (con un buen plan de liquidación y demás), pero igual asusta. Perder algo con lo que contaba. Y sí, también me da la oportunidad de pensar en hacer realidad sueños de siempre. Y en esas estoy. Atreviéndome a vivir la libertad.  Así son las cosas. A veces.

Y entonces me encontré en el Facebook con este poema. Y me encantó. Y lo transcribo.

Las tres palabras más extrañas
(de Wislawa Szymborska, en versión de Abel. A. Murcia Soriano)

Cuando pronuncio la palabra futuro,
la primera sílaba pertenece ya al pasado.
Cuando pronuncio la palabra silencio,
lo destruyo.
Cuando pronuncio la palabra nada,
creo algo que no cabe en ninguna no existencia.


Y en el cielo una luna nueva. Llena de esperanza. En un espacio de oscuridad, iluminado por ella misma.















miércoles, 1 de febrero de 2017

p.a.r.e.i.d.o.l.i.a


Aviso:
La palabra pareidolia no está en el Diccionario.

Esto me encontré cuando consulté a la RAE. (Quizá algún día el término encuentre su lugar ahí. Uno nunca sabe.) Entonces hube de recurrir a google para enterarme de lo que se trataba (y cumplir con un reto más del grupo de fotografía). Y el hallazgo fue interesante.

Wikipedia explica aquí que se trata de un fenómeno psicológico donde un estímulo vago y aleatorio (habitualmente una imagen) es percibido erróneamente como una forma reconocible. Es decir que la pareidolia (derivada etimológicamente del griego eidolon (εἴδωλον): ‘figura’ o ‘imagen’ y el prefijo para (παρά): ‘junto a’ o ‘adjunta’, según consta en el mismo lugar) va más allá de simplemente "observar rostros humanos en cuerpos inanimados" (como señalaba un integrante del grupo), sino que alude a un fenómeno mental muy común (descrito con mucha precisión en las enseñanzas budistas sobre la mente y su funcionamiento) que consiste en proyectar etiquetas sobre aquello que interpretamos según unas cuantas pistas y nuestra propia visión y experiencia (muchas veces cristalizada en forma de prejuicios), o sea, algo que hacemos todo el tiempo.

Quizá lo más peligroso es que tendemos a creernos esas etiquetas proyectadas y actuamos como si fueran reales y sólidas. Y para muestra, el mundo nos ofrece hoy millones de botones, encabezados por el presidente de nuestro vecino del norte. Por otro lado, también nos da la oportunidad de reconocer ese patrón en nosotros mismos (que no es privativo del hombre anaranjado). Una vez reconocido, podemos empezar a trabajar con él para transformarlo y eventualmente soltarlo. Entonces empezaremos a ver las cosas como son, no como quisiéramos que fueran o como nos aterra que sean.

Pero en fin, más allá de la digresión, sí que me encontré una imagen simpática tomada hace algunos años (junio del 2013) en el jardín de la casa donde tengo mi consultorio. Ya cada quien proyectará su historia particular o simplemente sonreirá: